“…Ésa que se hace visible cuando se viste de largo y saca brillo a sus zapatos de bailar… La que convence y engatusa, inspira y embauca, entusiasma y engaña…” Ésa es la retórica y así se refiere a ella Sam Leith en ¿Hablas de mí?: La retórica desde Aristóteles a Obama, un manual distinto, actual, instructivo y de obligada lectura.
La historia comienza hace 2.500 años, en Siracusa, con Córax y Tisias, Tisias y Córax, y sus juegos de palabras para hacer de la retórica un instrumento entre la argumentación y la persuasión. Lo que ellos descubrieron, Gorgias lo difundió por el mundo y fue en el siglo V, en Atenas, en donde alcanzó su máximo esplendor, una Atenas que se estaba familiarizando con un experimento democrático radical; una Atenas cuyos aristócratas la utilizaron hábilmente para recuperar su debilitada influencia en la Asamblea. Retórica y antiretórica se establecieron en la Hélade sin ambages.
Antes de comenzar, lo primero es “descubrir los mejores medios de persuasión” (INVENCIÓN), explorar qué es lo que se debe decir, seleccionar los argumentos y contraargumentos que sustentarán la exposición. Será la inseparable combinación del ethos, del pathos y del logos la que permitirá alcanzar la emoción y la persuasión buscadas entre el público.
Tras esta reflexión, llega la hora de dilucidar el orden (DISPOSICIÓN) en el que se va a llevar a cabo la intervención. Para ello, nada mejor que confeccionarla siguiendo el esquema clásico establecido en la retórica Ad Herennium: exordio, narración, división, prueba, refutación y peroración. Ahora, es el momento de preparar y dar forma al discurso (ELOCUCIÓN), un discurso que irá aderezado con el decoro y con el humor correspondientes -tal y como resalta Sam Leiht-, acompasando ritmo y tiempo a la dicción e impregnándolo todo con el perfume de las flores rhetoricae.
Y en este punto, hay que es de obligado cumplimiento construir un inmueble mnemotécnico (MEMORIA) en el que alojar el discurso. Que todos los elementos y las ideas que hay tras ellos arraiguen en la mente de forma que lo que se diga se desprenda del pensamiento de manera espontánea y natural.
Cinco partes de la retórica que Sam Leith ha sabido explicar a la perfección con ejemplos de grandes oradores, “Campeones de la retórica”, comenzando con Satán –el primer maestro de la elocuencia- y continuando con Cicerón, Abraham Lincoln, Churchill, Hitler, Martin Luther King y Obama. Un apartado especial ha dedicado Leith a esos autores de discursos desconocidos, esos cuya máxima aspiración es escribir aquello que el orador piensa, en los términos más elocuentes en los que podrían expresarlo; esos que juegan y combinan metáforas, enargeias, auxesis, paralelismos, zeugmas, digresiones, apóstrofes…; esos que, tristemente, no gozan de monumentos conmemorativos.
Si el poder de la retórica se basa en el deleite y la persuasión, no hay discurso que se precie que no deba seguir al pie de la letra los cánones retóricos. Bien forme parte del género deliberativo –lo que se debe y no se debe hacer-, del judicial –lo justo e injusto, lo legal e ilegal- o del epidíctico- lo que apela al elogio o a la recriminación-, la retórica “se viste de largo y saca brillo a sus zapatos de bailar”.
Esta retórica es la que habla de mí, habla de ti, habla de todo aquello que nos hace a la humanidad. Habla en los tribunales, en los medios de comunicación, en las iglesias, en los colegios, en casa. Esta retórica habla de la mejor manera que sabe hacerlo, vestida de gala, y así es como Sam Leith ha hablado de ella: con cuidado, con esmero, con delicadez, con brillantez y con un amplio conocimiento y dominio del tema.
*Reseña publicada en el último número de la revista Beerderber.

